El secreto de Ibonciecho

 

Cuenta la leyenda, que tras cientos de batallas y miles de lágrimas, que tras centenares de victorias y millares de lamentos, fue a retirarse a uno de los rincones más recónditos de la tierra, pero a la vez más preciosos y bellos del planeta. Durante su extensa odisea, en lo que sin duda su vida se convirtió, viajó por lugares extraños repletos de misterios, colmados de aventuras, rebosantes de riesgos y henchidos de magia. Divisó mares interminables, navegó océanos profundos, cruzó desiertos asfixiantes y escaló montañas vertiginosas. A cada paso que daba, a su alrededor crecían verdes y frondosos los campos de cultivos baldíos. A cada zancada, brotaban de nuevo los arroyos y regatos agostados. El mero soplido de su aliento, reavivaba a cualquier animal famélico, y el resuello de un suspiro prolongado, aplacaba males y dolores desvaídos.

Durante años, decenios, siglos, recorrió sin rumbo fijo miles y millones de kilómetros. Conoció culturas variopintas, aprendió lenguas caprichosas, comprendió artes extravagantes y supo de deidades insólitas. Fueron muchas las poblaciones las que visitó: pueblos, villas, capitales y reinos. Fueron muchas las personas a las que conoció: de tez, cabello, alma y espíritus opuestos. Deambular errante, era su anhelo más sincero. Vagar sin dirección, su afán verdadero.

¿Por qué lo hacía? Porque podía. ¿Por qué seguía? Ni él lo sabía.

Lo que al principio fuera por explorar, por descubrir, por sorprenderse y divertirse, pronto se convirtió en obsesión y empeño por cambiar su destino. Siendo joven y ágil, superviviente nato hecho a sí mismo, obedeció a su instinto más íntimo por salvar y proteger todo aquello que veía, todo aquello que sentía digno y merecedor de segundas oportunidades. No había maldad en sus actos, ni siquiera soberbia o arrogancia. Tenía un don, y lo compartía, a pesar de las consecuencias que pronto descubrió que conllevarían.

En cada lugar, y en cada momento, sin importar la orografía del terreno, el tamaño y erudición de su urbe, o la época de los hechos, la fatalidad acababa siempre por repetirse. La buena voluntad por ayudar al prójimo, al desamparado y al indefenso, se volvía contra él en voracidad egoísta, en réplicas ilusorias, en remedios desolados de raciocinio alguno. Entonces, remendando su error, tratando de comprender de una vez el resentimiento y rencor de aquellos hombres y mujeres, que aún auxiliados, que aún socorridos, que aún amparados por un don del cual nunca supieron, exigían e instaban a más, concediéndoles él todo por ellos.

De su entrega, nacía su gracia. De su obsequio, afloraba la vida. De su dádiva, brotaba el milagro. De su don, moría su alma.

Cuenta la leyenda, que tras afrentas a cientos y ofensas a miles, su etérea esencia fue desvaneciéndose con el paso del tiempo. Cuenta la leyenda, que tras centenares de engaños y millares de argucias, su fe por el ser humano languideció en el espacio. Cuenta la leyenda, que buscando consuelo se refugió en el fin del mundo, afligido y apenado. Cuenta la leyenda, que entre barrancos e ibones, montañas y valles, murió solitario.

Mitos o cuentos, fábulas o apólogos contarán versiones distintas o desiguales, pero cuando uno mire hacía allí, aún de distinto origen, educación o ascendencia, se encontrará siempre con la misma belleza.

Cuenta la leyenda, que tras su marcha del mundo, eligió reposar en uno de los sitios más bellos de Huesca sin despecho. Cuenta la leyenda, que tras incontables rincones y parajes hallados, decidió descansar eternamente sobre Ibonciecho.

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