Surcos de mar y esperanza
Surcos de mar y
esperanza
Incapaz de distinguir entre sueño o recuerdo, me ha vuelto a
suceder. Un agua cristalina de azul turquesa brillante y noble aviva mis
instintos, mientras modestas sombras tenues de nubes, a cientos de metros sobre
mí, quiebran un horizonte infinito sin tierra a la vista, cerniendo sus
destellos intensos de luz sobre las humildes olas que rompen delicadamente
contra la amura de estribor provocando un baile transversal, rítmico y sobrecogedor.
Es ahí cuando despierto, o simplemente deduzco, que lo que durante tantas
semanas imaginé y anhelé, al final se convirtió en realidad.
Nadie podría haber imaginado lo que nos esperaba tras un
marzo de 2020, que sin duda marcaría nuestros siguientes meses. El causante de
tal eventualidad, nombrado en abundancia, evolucionaba como si de un vals se
tratara, pausado pero constante, irradiando sus notas entre movimientos sombríos
de danza que por momentos distorsionaba proyectos y quimeras. Indeseado al
principio, de las tinieblas surgió un período de reclusión, que tras sudor y
lágrimas se presentó valioso como el oro, agarrándome a él con intención de
exprimir su fugaz duración el máximo tiempo posible.
Tras atracar en puerto por última vez no puedo si no pensar
en todos los momentos que pasamos organizando, proponiendo e investigando la derrota
y ruta que seguiríamos, las calas donde fondearíamos o los lugares que
visitaríamos. El pueblo costero de Portocolom en la isla de Mallorca sería nuestro
punto de partida. Allí nos esperaba Oreia, un velero de doce metros de eslora
que se convertiría en nuestro hogar y vehículo durante la próxima semana,
cobijando a siete compañeros de la infancia. Sin prisas, ya que habíamos
aprendido a valorar el tiempo de otra manera, nos esforzamos en estibar y
trincar los enseres y víveres de la mejor manera posible antes de zarpar rumbo
a la aventura. No tardamos en darnos nuestro primer chapuzón en aguas
profundas, asombrándonos del inmenso abismo desconocido que supone el mar para
simples hombres de tierra. Navegamos escorados a babor hacia el norte
disfrutando cada segundo como si fuera mágico. Gritábamos eufóricos con cada
pantocazo cuando la obra viva del velero golpeaba desde proa con fuerza sobre
el agua. Descubrimos desde otra perspectiva las preciosas e increíbles playas
de Cala Magraner y Cala Varques, y buceamos esquivando medusas adentrándonos en
la enigmática y espaciosa Cova des Moro. Decidimos pasar nuestra primera noche
fondeados en Cala Ratjada. Es asombroso el sosiego que produce dormir bajo las
estrellas, con únicos ruidos el de un oleaje constante y el tintineo de cabos y
guías rozando contra el mástil o el casco de la embarcación. Sin más
despertador que los primeros rayos del alba con su característica brisa suave y
fresca, levamos el ancla entre risas y bromas con ánimos feroces de cruzar el estrecho
que separa nuestra isla natal con Menorca. A toda vela, nunca mejor dicho al
navegar con el foque, el spinnaker y la mayor izadas, la estampa que ofrecía
Oreia surcando el Mediterráneo se nos ofrecía fascinante y seductora. Durante
días recorrimos la costa de una isla repleta de historia, donde tiempo atrás,
fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, o árabes, entre otros, llegaran
surcando un mar plácido o bravo por momentos ocupando las tierras que sin duda marcaría
y forjaría una lengua, cultura y carácter propiamente insular. Y no nos
sorprende que tantas personas de tan dispar procedencia y época eligieran esta
isla para vivir. Sus acantilados prominentes de roca caliza o arcillosos siguen
custodiando los salvajes pinares y encinares que protegen las esmeradas
entradas naturales de aguas transparentes y arena blanca y fina creando lugares
idílicos como las calas de Macarella, Mitjana, en Turqueta, Cavalleria, Presili
o Tortuga, cuales disfrutamos bajo un sol cálido atemperado por sus vientos
constantes de Tramuntana o Mitjorn. Tampoco pudo faltar deambular por las
calles de sus dos ciudades principales, tan diferentes y originales como Ciutadella,
conocida por sus fiestas de San Juan, de carácter señorial con calles céntricas
y estrechas evocadoras de pasión y sensualidad, y Maó, donde al recorrer su
puerto de estética y arquitectura inglesa llega uno a comprender el deseo de
muchas potencias extranjeras por dominar este trozo de tierra en mitad de un
mar tan grande como el Mediterráneo. Recorrimos en moto eléctrica la ruta de
los siete faros y brindamos, como de costumbre hacemos, rememorando anécdotas,
hazañas y ligues de nuestro pasado y de nuestro presente en una jovial terraza
del pueblo de pescadores de Binibeca, tras recorrer sus calles laberínticas y
encaladas de casas blancas.
Y ahora con perspectiva, tras atracar en puerto por última
vez, recuerdo cada diálogo, cada canción y cada comida. Recuerdo cada baño,
cada fondeo y cada cala escondida. La paella en Fornells, la caldereta casera,
la pizza batallera. El brindis con champagne, el agua que nos escaseaba, la
primera cerveza en tierra. El ancla a la pendura que no viraba. La excursión
diaria en dingui en busca de hielo. Las guardias de noche…
Cuatro meses han pasado desde ese abril tenebroso y
traicionero, y todavía hoy soy incapaz de distinguir entre sueño o recuerdo.
Tal es la fuerza del deseo.
Rafael Sanz Tamarit.
7 de agosto de 2020.
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